El 99% de las conferencias internacionales adormecen el cerebro. Acabo de regresar de ese 1% que despierta y motiva. La conferencia de seguimiento a Rio+20 y la futura agenda de desarrollo post 2015
evitó lo “diplomáticamente correcto” en la ciudad de Bogotá –y planteó
que el problema central de América Latina y el Caribe no son los
indicadores, ni el fin de los ODMs, ni siquiera el bajón de la
Asistencia Oficial para el Desarrollo, sino el patrón de consumo y producción,
insostenibles para ésta y futuras generaciones. El documento de
discusión, producido por el sistema de Naciones Unidas, llama a un cambio estructural si la región quiere reducir pobreza, la desigualdad y vivir para contarla el año 2100.
Para una década en la que el vertiginoso aumento del consumo
fue parte de la solución –67 millones de latinoamericanos salieron de
la pobreza a partir de un alto ritmo de crecimiento liderado por precios
de materias primas—la idea de que el consumo sea a la vez parte del
problema es, por decirlo de alguna manera, “controversial”. Y, sin
embargo, tiene mucho de sentido común.
El planeta no da para tener tres refrigeradores por persona, ni gastar 1.200 litros de agua por un kilo de duraznos. El concepto de límites planetarios,
acuñado por el Instituto de Resiliencia de Estocolmo, describe los
límites biofísicos del planeta en términos que son útiles para la
política pública e inteligibles para la opinión pública. Entre dióxido
de carbono, acidificación de los océanos, uso de tierra y otras seis
dimensiones se juega el límite de lo posible. Si todos los habitantes
del mundo tuvieran el patrón de consumo de EEUU, necesitaríamos 7 planetas. Si todos los europeos se proclamaran vegetarianos, la contaminación de nitrógeno caería en un 70%.
Gráfico: Límites planetarios
La pregunta clave es cómo traducir esta preocupación global de largo
plazo a un programa de desarrollo de carne y hueso. La agenda
estratégica del cambio de patrón de consumo y producción emergió con
fuerza en la Conferencia de Rio+20, pero corre el peligro de disiparse
si no encuentra un ancla en la política pública y la opinión pública
masiva. El elefante que se pasea por la tienda de cristalería es por
supuesto el precio de las emisiones de carbono. No hablamos acá del
mercado de bonos de carbono, ni los mecanismos de mercado para la
reducción de la deforestación, sino del precio por tonelada, que es
simplemente la métrica que hace posible valorizar la contaminación de
los ríos y transformar el contenido energético del crecimiento
económico.
Hoy por hoy, las emisiones de carbono no tienen un precio global. Una manera de fijarla es aplicar un impuesto al carbono. De hecho, muchos países ya la aplican. En nuestra región, Costa Rica aplica un impuesto al carbono
equivalente al 3.5% que financia en parte el mantenimiento de sus
parques naturales. Un estudio del Banco Mundial calcula que un impuesto al carbono de 22 centavos que estabilice el precio del carbono en 25 dólares por tonelada de emisiones, recaudaría 1 trillón de dólares en los EEUU.
Pongamos esto en contexto. El mundo en desarrollo hoy asigna 523 billones de dólares en subvencionar el consumo de hidrocarburos.
Aparte del efecto desigualador –ya que el efecto neto es regresivo— los
subsidios al consumo alientan una espiral de mayor dependencia sobre
los hidrocarburos. Con precios altos de petróleo, no existen incentivos
para generar tecnologías alternativas de energía. Para países
productores, la clave está en traducir la bonanza actual en un proceso
de diversificación económica gradual. No será sostenible continuar con
los subsidios ni basar el desarrollo futuro en una base material tan
endeble.
Solo con precios relativos distintos –donde se reducen las emisiones
de carbono de manera absoluta—se podrá alinear el patrón de desarrollo
con los límites planetarios biofísicos. Todo esto suena a ciencia
ficción, pero llegará el día en que aspiremos a un menor ritmo de consumo –más parecido al de nuestros abuelos. Miraremos este periodo como un punto de inflexión para la humanidad.
Una participante de la conferencia de Bogotá mencionaba que la
transformación del consumismo latinoamericano no es una quimera –la
herencia de los pueblos puede ser aún la base para un nuevo patrón mas
equilibrado de vida. La clave está en analizar lo que ganamos y perdemos
con transparencia. Es poco probable que podamos “tenerlo todo”. El
cambio estructural proclamado en el documento de Bogotá, propone, hoy
por hoy, un giro verde para el patrón de consumo y producción
latinoamericano. Bienvenido.